jueves, 26 de mayo de 2016

El niño que se transformó ciervo para volverse hombre, y se convirtió en árbol para volverse un Dios.


La historia de un muchacho, que se convirtió en ciervo para volverse hombre, y se volvió árbol para convertirse en dios
Hace mucho tiempo, cuando los hombres eran criaturas nuevas y pequeñas, y los animales eran bestias enormes y antiguas, existió una tribu a las faldas de un bosque. La tribu era de los kezhé, guerreros valientes y fieros. Los kezhé, a pesar de su inteligencia en el combate, no eran hombres sabios. No sabían de palabras, y por ello, siempre estaban enfrentados con otros clanes de las montañas.
Entre los Kezhé, vivía un muchacho llamado Noha. Era joven y tranquilo, y gracias a eso tenía el trabajo de ser el vigía de la aldea. Así que Noha pasaba sus días y noches con la vista en el bosque. Algunas veces veía al sol ponerse entre las copas de los enormes árboles, y otras veces lo veía salir de entre las llanuras.
Noha hablaba poco y escuchaba mucho, contrario de los demás Kezhé, que gritaban tan alto que no podían distinguir ni sus propias palabras. Una mañana escuchó a los hombres decir que el Jefe de la tribu había entrado en guerra con el clan de los Meke. Los Meke usaban puntas de piedra en sus flechas, tan filosas que podían atravesar las casitas de techo de enramada de los Kezhé y matar a quien estuviese dentro.
Preocupados; los altos mandos de la tribu decidieron que levantarían un muro enorme, hecho de los árboles más gruesos que pudieran cargar, para así poder defenderse del enemigo. Al bosque no le gustó eso. Y mientras Noha lo observaba a la luz de las estrellas, vió brillar con ira los ojos de las bestias que lo habitaban. Pero no dijo nada. 
A la mañana siguiente, un grupo de leñadores y guerreros salió cantando de la aldea. Y así consecutivamente; durante toda una luna Noha los vió partir con el sol y regresar cargados de troncos y con el torso bronceado. Durante la cena, mientras se congregaban todos a comer alrededor de la hoguera lo que los cazadores hubieran capturado, habló uno de los leñadores. Dijo haber visto un zorro enorme, del tamaño de un oso, con colas como fuego serpenteando a su espalda; que lo miró a los ojos y le habló sin palabras. Pero cuando; asustado, intentó darle caza, la bestia se desvaneció en el aire.
Noha pensó en los fúricos ojos que observaban la aldea desde el bosque, ¿Sería aquel zorro el dueño de esa mirada?. Durmió con esos pensamientos, pero al alba fue despertado por los gritos de los aldeanos  anunciando que un mounstro se dirigía a la aldea. Salió de su casa armado con arco y flecha, y subió corriendo a su puesto de vigía. Avanzando hacia la aldea con la majestuosidad de un Dios, iba el enorme zorro. Le ondeaban siete colas a la espalda, una por cada mil años de vida.
La primera avanzada acometió contra él con flechas, que se volvieron carbón antes de tocarlo. La segunda fue con piedras, pero cuando alcanzaron el aire, se transformaron en pájaros y alzaron vuelo. El último intento de los Kezhé llegó en forma de fuego. Y el zorro avanzó a través de él cual Dios que era. Al llegar a la entrada de la aldea, habló con el idioma de los hombres, y a pesar de que jamás abrió la boca; todos lo escucharon.
Hombres egoístas. Os habeís aprovechado de mi. Habeís talado el bosque durante una luna entera ¿y quereís más? Os he compartido de mi bosque, porque alguna vez fuisteís bestias y eso os convierte en mis hermanos. Pero os habeís olvidado de eso, habeís matado en mi bosque para comer, como hace el lobo o la lechuza, y os lo he permitido, ¿Y ahora venís a talar mis árboles para hacerle la guerra a otros hombres? ¿Os los vais a comer después de matarlos? Os habeís convertido en criaturas abominables, lejos del camino de los animales. Os habeís coronado como superiores y hasta habeís inventado falsos Dioses humanos, ¿Por qué serían humanos los Dioses si habeís descendido de nosotros, las bestias?. No extinguiré vuestra tribu el día de hoy, os perdonaré porque sois nuevos en éste mundo. Pero me dareís veinte de vuestros cachorros. Para pagar veinte de mis árboles jóvenes, que no verán la madurez gracias a vosotros.
Derrotados, los Kezhé atendieron a las exigencias del zorro, el jefe eligió a los veinte hombres más débiles de la tribu y se los entregó al Dios. Entre ellos iba Noha, caminando tras las pisadas del enorme animal con dirección hacia su muerte. Los elegidos para el sacrificio no decían nada, eran una tribu orgullosa y sabían que la elección del jefe purificaría la sangre de la aldea.
Noha jamás había entrado al bosque, sentado en su torre de vigía, sólo observaba en silencio la montaña. Pero siempre había querido conocerlo, y la belleza que se extendía ante sus ojos le quitaba el aliento. Los árboles eran mucho más enormes de cerca, de troncos gruesos y nudosos, su follaje resplandecía al amanecer como piedras preciosas. Los estanques tenían costas de musgo cubiertas de flores, y las rocas de los riscos eran blancas como el mármol. Y liderando todo ese espectáculo iba el Dios Zorro. Los árboles sacudían sus hojas para él, los arroyuelos borboteaban y las flores se inclinaban a su paso. 
Pronto llegaron a un claro, cubierto de brillante pastizal. La procesión se detuvo ahí y comenzaron a surgir grandes bestias de entre los troncos. Había lobos, gatos salvajes, panteras, jabalies y lechuzas del tamaño de águilas. Pero ninguno tan grande como el Zorro, y en todos los ojos de los animales brillaba la ira. No hablaron, pero Noha los entendió. Pedían venganza por el bosque, compensación por la destrucción que habían sentido en sus cuerpos. El Dios zorro hizo pasar a los humanos al claro para que alimentaran a las bestias, y ellas hicieron reverencia agradecidas. Pronto la orgullosa tribu se deshizo en gritos y súplicas mientras eran devorados. Pero Noha era un hombre sabio y se dirigió al Dios. Se tumbó frente a él en reverencia y le rogó que le permitiera conocer el bosque antes de morir.
El Zorro era benevolente, y no quería perder la esperanza en sus jóvenes y estúpidos hermanos, así que envolvió a Noha en una de sus colas, y lo transformó en un ciervo.
De pronto Noha sintió cómo el cuerpo se le estilizaba, le crecía pelaje suave en la piel, y se sostenía en cuatro patas. Y sus sentidos se embotaron, podía escuchar el canto de los pájaros tan cercano, oler el rocío de la hierba, la sangre en el hocico de los predadores, pero sobre todo podía sentir un latido enorme dentro de él. ¿Era acaso su corazón propio desbocado? Asustado se acercó al Zorro tratando de buscar refugio en él, y éste lo acunó en su pata. Le explicó que aquel palpitar que sentía, era el del bosque, el latido de los árboles, de la tierra, de la hierba, el agua y las flores. 
Podía sentir las enredaderas en su propio cuerpo, y el viento en sus cuernos incipientes como si fueran las hojas de las copas. La sensación era sobrecogedora ¿Así se sentían las bestias sobre el bosque?. De pronto, localizó algo oscuro dentro de él. un dolor punzante en su cuerpo, cómo si le hubiesen cortado una pierna. Se tiró al suelo agonizante, pero estaba completo. Y al concentrarse en el dolor, pudo sentir que la fuente radicaba en los árboles talados por su pueblo. Era como si los hubieran arrancado de su piel, cómo si le hubieran cortado los miembros. Se sentó sobre la hierba y lloró, cada brizna lo acarició a modo de consuelo y el Zorro le lamió la cara, explicando sin palabras que así se sentían todas las criaturas del bosque. Que cargaban con el dolor en sus ojos, y para no llorar lo transformaban en ira. Los lobos aullaron y el supo que lo comprendían. 
Se alzó tembloso y decidido, no podía dejar que ése dolor lo devorara, que lo consumiera. No podía dejar que siguiera existiendo, ni para él ni para la hierba, los árboles, las bestias o el Zorro.
Y así, Noha se dirigió de regreso a casa, con el gracil y sedoso moviento que le daban sus nuevas piernas al andar. El claro se alzaba ante él con el frescor de los estanques y los insectos zumbaban componiendo una sútil melodía, que era interrumpida de vez en cuando por el chapoteo de una rana. Y Noha lo observaba todo con sus ojos, sus orejas e incluso su nariz. Era un cervatillo, la cresta que llevaba sobre la cabeza a penas comenzaba a lucir como los abetos  jóvenes y bajo sus pezuñas tiernas, crujía el musgo contra las piedras.
Estaba desorientado, todos los estímulos entraban en su cuerpo al mismo tiempo y su cerebro no lograba procesarlos. Pero no podía detenerse, tenía que llegar a la aldea y avisar al Jefe que no podía seguir profanando el bosque, convencerlo de que nadie podría sobrevivir si continuaba. Pero los Kezhé no conocían de escuchar. No eran hombres sabios, ni de negociaciones, y cuando el cervatillo que era Noha se acercó a la construcción de la muralla de la aldea, una lluvia de flechas salió a su encuentro. Intentó desesperadamente gritar, y se quedó afónico de repetir el mensaje al jefe mientras huía de los hombres que habían enviado a cazarlo.
Regresó al bosque, cojeando, herido y triste. Y los árboles comprendieron su tristeza, y lloraron rocío para él. Cerró los ojos, y al abrirlos, el Dios Zorro le devolvió la mirada. Noha le contó acerca de los Kezhé y de su encuentro. De cómo había intentado impedir la destrucción, de que había fallado y le rogó que le diera otra oportunidad de hablar con ellos, que no matara a la tribu aún.
El Zorro accedió, lo convirtió de nuevo en humano, y lo dejó montar en su lomo, dirigiéndose hacia la aldea.  Noha sentía que le hubiesen arrancado parte de su alma cuando regresó a su forma de hombre, ¿Dónde estaba el canto del arrollo y el aroma del lodo bajo las hojas? Abrazó el pelaje de el Dios y cantó; triste, la canción del bosque.
Los Kezhé eran guerreros fieros y habían aprendido del enfrentamiento pasado con el zorro. Los recibieron con una lluvia de flechas encendidas, seguida por una emboscada de guerreros escondidos entre los árboles. Pero el Dios Zorro era el bosque y la tierra. Y el sabía de las trampas de los hombres, así que todos sus ataquen fueron inservibles. Noha habló a la tribu de pie en el lomo del Zorro, y rogó que dejaran en paz al bosque. Habló con todo el aire de sus pulmones, con los latidos de su corazón y con las fuerzas que le quedaban. Pero la tribu no escuchó. Lo llamaron traidor por estar de parte de el zorro que había destrozado a diecinueve de sus hermanos, y le dijeron que se fuera y jamás volviera. 
Pero Noha no pensaba ceder. Besó el pelaje del Zorro y le pidió un último rezo, le dijo que si le otorgaba el poder de derrotar a esos hombres, defendería el bosque para siempre. Pero el zorro era una criatura milenaria y majestuosa, era tan erudito que conocía los misterios del corazón, y sabía que nunca es bueno darle poder a los hombres. Así que se inclinó y rodeó a Noha con todas sus colas. Una por una se cerraron al rededor del muchacho, y al abrirse ese capullo, Noha habló a la tribu.
Mientras yo sea parte del bosque, no volvereís a profanarlo.  Podeís aceptar el vivir juntos como bestia y tierra o podeís morir de hambre y de frío, sin caza para el sustento y sin leña para el hogar. Habeís jugado a la guerra suficiente, No os llevaras al bosque en vuestros juegos.     
Y entonces creció, su cuerpo se alargó, sus brazos y piernas se volvieron ramas y raíces. El bosque lo abrazó, lo protegió del ataque de la tribu y Noha se convirtió en un árbol. Era tan álto que sobresalía en la montaña como una torre de vigía. Su tronco era tan grueso que ni veinte hombres juntos podían rodearlo, y desde ahí cuidaba. Sus retorcidas y enormes raíces se movían como serpientes si algún hombre intentaba atacar al bosque. Pero Noha fue un hombre sabio, así que cuando se acercaban por caza o por leña los dejaba treparlo y pasar. Por las noches, el Dios Zorro paseaba por sus ramas y Noha seguía su camino con flores en sus hojas.
Y así fue como un muchacho, se convirtió en ciervo para volverse hombre, y se volvió árbol para convertirse en un Dios.

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